Sabía que las cosas cambiarían cuando me volviera a casar, pero nunca esperé que mi nueva esposa fuera a por el dinero de mi difunta esposa. Estaba destinado al futuro de nuestras hijas, no al de las suyas. Creyó que podía presionarme. Lo que vino después le enseñaría una lección que nunca olvidaría. Se me escapó una lágrima mientras sujetaba una foto de mi difunta esposa y nuestras hijas en la playa. “Te echo de menos, Ed”, susurré, con los dedos acariciando el rostro de Edith en la foto. “Las niñas… crecen tan deprisa. Ojalá pudieras verlas ahora”. Su sonrisa radiante me miraba desde la foto, sus ojos brillaban con una vida que el cáncer le había robado demasiado pronto.

Un suave golpe interrumpió mis recuerdos. Mi madre asomó la cabeza, con los ojos llenos de preocupación. “Charlie, cariño, no puedes seguir viviendo en el pasado. Han pasado tres años. Tienes que seguir adelante. Esas chicas necesitan una figura materna”. Suspiré, dejando el marco de fotos en la mesa. “Mamá, lo estamos haciendo bien. Las niñas están…” ¡Se hacen mayores!” Me cortó, acomodándose a mi lado en el sofá. “Sé que lo intentas, pero no rejuveneces. ¿Qué me dices de esa mujer tan simpática de tu oficina? ¿Gabriela?”

Me froté las sienes, sintiendo que me dolía la cabeza. “¿Gabriela? Mamá, sólo es una compañera de trabajo”. “Y una madre soltera, igual que tú eres un padre soltero. Piénsalo, Charlie. Por el bien de las niñas”. Cuando se marchó, sus palabras resonaron en mi mente. Quizá tenía razón. Quizá había llegado el momento de seguir adelante. Un año después, estaba de pie en nuestro patio trasero, viendo a Gaby interactuar con mis hijas. Había entrado en nuestras vidas como un torbellino y, antes de que me diera cuenta, estábamos casados.

¡Papá! ¡Mira esto!”, gritó mi hija menor, intentando dar una voltereta. Aplaudí, forzando una sonrisa. “¡Buen trabajo, cariño!” Gaby se acercó a mí y enlazó su brazo con el mío. “Son unas niñas maravillosas, Charlie. Has hecho un trabajo increíble”. Asentí con la cabeza, reprimiendo la punzada de culpabilidad que siempre afloraba cuando elogiaba mi paternidad. “Gracias, Gaby. Lo hago lo mejor que puedo”. “Eres un padre estelar. Tus hijas son muy afortunadas”. Mientras entrábamos, no podía evitar la sensación de que algo no encajaba con la forma en que Gaby lo había dicho. Pero lo dejé a un lado, decidido a hacer que esta nueva familia funcionara.

Fue entonces cuando Gaby me acorraló en la cocina, sus ojos brillaban con una mirada que nunca antes había visto. “Charlie, tenemos que hablar del fondo fiduciario de las niñas”, dijo con voz dulce como el almíbar. Me quedé paralizado, con la taza de café a medio camino de los labios. “¿Qué fondo fiduciario?” Gaby puso los ojos en blanco, dejando de actuar. “No te hagas el tonto. Te he oído hablar por teléfono con tu asesor financiero. Edith dejó un buen colchón para las niñas, ¿verdad?”.

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