Cuando mi hija de seis años afirmó que había alguien escondido en su armario, pensé que era sólo la imaginación hiperactiva de una niña. Pero una noche decidí comprobarlo por mí misma, y lo que encontré allí me hizo pedir ayuda. Hola chicos, tengo una historia que todavía me da escalofríos cuando pienso en ella. Trata de cómo aprendí por las malas que, a veces, los niños saben más de lo que creemos.

Soy Amelia, una madre soltera de 35 años con mi increíble hija de seis años, Tia. Siempre ha sido una niña curiosa, llena de preguntas y que quería saber cosas sobre el mundo que la rodeaba. Pero hace unas semanas, su curiosidad habitual se convirtió en algo que nos hizo perder el sueño a las dos. Antes de contarles lo que pasó, les explicaré un poco la historia. Dejé al padre de Tia, Alberto, cuando ella tenía sólo un año.Todo empezó cuando me dijo que no estaba preparado para ser padre.

Pronto, nuestras discusiones se convirtieron en peleas, y empezó a pasar las noches en la oficina (que luego descubrí que no estaba en la oficina en absoluto). Pensé que cambiaría tras el nacimiento de Tia, pero estaba muy equivocada. Alberto no tenía ningún interés en ser padre. Pensé que me ayudaría a cuidar de Tia, pero lo único que hacía era quejarse cuando lloraba por la noche porque le estropeaba el sueño. Qué horror, ¿verdad?Así que, un día, me cansé de darle oportunidades y de pensar que cambiaría. Hice las maletas y nunca miré atrás.

Sinceramente, no ha sido fácil criar a Tia yo sola, pero hemos conseguido que funcione. Ella es todo mi mundo, y haría cualquier cosa por mantenerla a salvo y feliz. Por eso lo que ocurrió a continuación me sacudió hasta lo más profundo. Empezó un martes por la noche. Estaba acostando a Tia y acabábamos de leer su cuento favorito por millonésima vez.Durante los días siguientes, el miedo de Tia fue en aumento. Se despertaba en mitad de la noche, llorando por el “alguien” que había en su armario.

Durante el día, se negaba a jugar en su habitación, siempre con un ojo puesto en la puerta cerrada del armario.Aquella noche, mientras fregaba los platos después de cenar, oí a Tia hablando en su habitación. Curiosa, caminé sigilosamente por el pasillo y me asomé por la rendija de la puerta. Estaba sentada en la cama, frente al armario. “Señor Armario -dijo-, vete, por favor. Me estás asustando”.

Estuve a punto de ir a abrazarla, pero no sé qué me lo impidió. Quizá fuera la negación, o quizá simplemente no quería admitir que los miedos de mi hija podían ser algo más que imaginación infantil.Era viernes y estaba preparando a Tia para irse a la cama. Fue entonces cuando se derrumbó. “Por favor, no me hagas dormir aquí”, sollozó, aferrándose a mi pierna. “Es real, mamá. Lo oigo. Hablan, zumban y se mueven”.

Se me partió el corazón al verla tan aterrorizada. “Vale, vale, lo comprobaré. Pero no hay nada que temer, ¿vale?”. Tia asintió, pero no me soltó la mano mientras caminábamos hacia su armario.

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