Cuando me ofrecí a casarme con un desconocido sin hogar, pensé que lo tenía todo resuelto. Parecía el arreglo perfecto para complacer a mis padres sin ataduras. Poco podía imaginar que me llevaría un susto al entrar en mi casa un mes después. Soy Miley, tengo 34 años, y ésta es la historia de cómo pasé de ser una mujer de carrera felizmente soltera a casarme con un indigente, sólo para que mi mundo se pusiera de cabeza de la forma más inesperada. Mis padres llevan insistiendo en que me case desde que tengo uso de razón. Siento como si tuvieran un cronómetro en la cabeza, contando los segundos que faltan para que mi pelo empiece a volverse blanco.
Como resultado, cada cena familiar se convierte en una improvisada sesión de búsqueda de pareja. “Miley, cariño”, empezaba mi madre, Martha. “¿Te acuerdas del hijo de los Johnson? Acaban de ascenderle a director regional de su empresa. ¿Quizá podrían tomar un café alguna vez?”.”Mamá, ahora mismo no me interesan las citas”, decía yo. “Estoy centrada en mi carrera”. “Pero cariño”, me decía mi padre, Stephen, “tu carrera no te dará calor por las noches. ¿No quieres a alguien con quien compartir tu vida?”.
“Comparto mi vida con ustedes y con mis amigos”, replicaba yo. “Eso me basta ahora mismo”. Pero no cejaban en su empeño. Era un bombardeo constante de “¿Qué pasa con fulanito?” y “¿Has oído hablar de este joven tan simpático?”.Estábamos celebrando nuestra habitual cena de los domingos cuando mis padres soltaron una bomba. “Miley”, dijo mi padre en tono serio. “Tu madre y yo hemos estado pensando”.
“Vaya, ya estamos”, murmuré. “Hemos decidido”, continuó, ignorando mi sarcasmo, “que a menos que te hayas casado antes de cumplir 35 años, no verás ni un céntimo de nuestra herencia”. “¿Qué?”, solté. “¡No pueden hablar en serio!”. “Sí que lo hacemos”, replicó mi madre. “No nos hacemos más jóvenes, cariño. Queremos verte asentada y feliz. Y queremos tener nietos mientras seamos lo bastante jóvenes para disfrutarlos”.
“Esto es una locura”, espeté. “No pueden chantajearme para que me case”. “No es chantaje”, insistió mi padre. “Es un incentivo”. Aquella noche salí furiosa de su casa, incapaz de creer lo que acababa de ocurrir. Me habían dado un ultimátum, insinuando que tenía que encontrar marido dentro de unos meses o despedirme de mi herencia. Estaba enfadada, pero no porque quisiera el dinero. Era más por el principio del asunto. ¿Cómo se atrevían a controlar así mi vida?Volvía a casa del trabajo, pensando en hojas de cálculo y plazos, cuando le vi. Un hombre, probablemente de unos 30 años, estaba sentado en la acera con un cartel de cartón pidiendo ayuda. Tenía aspecto rudo, barba desaliñada y ropa sucia, pero había algo en sus ojos. Una bondad y una tristeza que me hicieron detenerme