El hombre que llamó a mi puerta parecía problemático: un desconocido de ojos duros y sonrisa torcida. Pero cuando abrió la boca, no preguntó por una dirección ni ofreció un argumento de venta. Sus palabras me helaron la sangre y la petición que hizo a continuación lo cambió todo.
Acababa de acostar a nuestro hijo de cuatro años para la siesta de la tarde cuando sonó el timbre. No se trataba de un tintineo educado, sino de un asalto agresivo al botón, como si estuviera apretando con los dedos. El tipo de timbre que te hace pensar que alguien te está dando una noticia terrible.
Cogí un paño de cocina de la encimera y me limpié las manos mientras me dirigía a la puerta. Se me pasó por la cabeza una idea: quizá era el repartidor, desesperado por la desaparición de un paquete. Pero cuando abrí la puerta, me encontré con alguien mucho más inquietante.
El hombre que estaba allí tenía un aspecto rudo, como si hubiera pasado décadas, dando puñetazos en la vida y perdiendo la mayoría de las veces. Tendría unos 50 años, con una postura encorvada y un rostro que no había visto la crema solar en décadas.
Sus ojos revolotearon por el vestíbulo, fijándose en el suelo de mármol, la lámpara de araña, los sutiles toques de una vida cómoda. Luego volvió a mirarme y una sonrisa torcida se dibujó en su rostro curtido.
“Emily -dijo, con una extraña mezcla de grava y nervios en la voz-. “Soy yo. Tu padre”.
Parpadeé. Por un segundo, pensé que le había oído mal. “Perdona, ¿qué?”.
Cambió de postura, disfrutando claramente de mi confusión. “Tu padre“, repitió, esta vez más alto, como si así fuera a asimilarlo. “¿No me reconoces?”.
“No”, dije rotundamente, agarrándome al borde de la puerta.
Y no lo hice. No tenía recuerdos de aquel hombre y, sin embargo, su presencia era como si una mano abriera de un tirón un armario que había cerrado hace años. Mi padre biológico era una sombra, una parte de mi pasado que me había esforzado por olvidar. Y ahora estaba aquí, en mi porche, engreído y sin invitación.
“Está bien”, dijo, encogiéndose de hombros. “No estoy aquí para bromas. He venido a reclamar lo que es mío”.
Se me revolvió el estómago. “¿De qué estás hablando?”.
“De la mitad”, dijo. “De todo. De la mitad de tu vida“.
Su sonrisa se ensanchó: “He oído que te va bien. Muy bien. Bonita casa, bonito Automóvil. Casada y con un hijo”. Sus ojos se desviaron hacia el brillante anillo de boda que llevaba en el dedo. “Pensé que ya era hora de que compartieras tu riqueza con el hombre que lo hizo posible.
Parpadeé, atónita. “¿Cómo dices?”.
“Oh, no te hagas la tonta”, dijo, apoyándose en el marco de la puerta como si tuviera todo el derecho a estar allí. “Sin mí, no estarías aquí. No te habría adoptado esa familia rica tuya. Te di esa oportunidad al dejarte marchar. Y ahora es el momento de que me lo devuelvas. Quiero el cincuenta por ciento de todo lo que posees”. Su mano recorrió dramáticamente la entrada. “Me gusta esta mansión en la que vives”.
La audacia de sus palabras me golpeó como una bofetada. Mi corazón palpitó con fuerza cuando los recuerdos que había enterrado hacía tiempo empezaron a resurgir. Las noches en el orfanato bajo una manta fina y rasposa, los pasillos poco iluminados que siempre olían a repollo demasiado cocido. Y la esperanza desesperada de que cada visita pudiera ser alguien que viniera a llevarme a casa.
Me crucé de brazos, intentando tranquilizarme. “Me abandonaste. ¿Sabes lo que fue eso para mí? ¿Tienes idea…?”.
Me interrumpió, agitando una mano con desdén. “Ahórrate el cuento. Ahora estás muy bien, ¿verdad? Eso es lo que importa. Y de nada, por cierto”.
“Estás loco”, respondí, con la voz temblorosa. “No puedes entrar en mi vida después de veinticinco años y exigirme cualquier cosa“.
Antes de que pudiera responder, su expresión cambió. Su sonrisa vaciló y sus ojos se abrieron de par en par. La confusión -¿o era miedo?- se reflejó en su rostro cuando miró más allá de mí y su atención se centró en algo que había detrás de mi hombro.
“¿Qué demonios es eso?”, murmuró, con voz grave pero urgente.
Me volví para ver qué le había llamado la atención.
Allí, entrando en el vestíbulo con la serena seguridad de quien no tolera tonterías, estaba mi marido, Daniel. En una mano sostenía una tableta y en la otra, el querido osito de peluche de nuestro hijo pequeño. Sus penetrantes ojos azules captaron la escena de un solo vistazo, se detuvieron brevemente en mí antes de fijarse en el hombre de la puerta.
La visión de Daniel pareció desinflar la audacia que irradiaba mi padre biológico. Su sonrisa se desvaneció, sustituida por un destello de incertidumbre.
“¿Quién es?”, preguntó Daniel con tono uniforme pero protector.
“Mi padre biológico”, dije, con un sabor amargo en la boca. “Por lo visto, cree que le debo la mitad de todo lo que poseo porque ‘me dejó marchar'”.
Daniel frunció el ceño y tensó la mandíbula mientras dejaba la tableta y el oso de peluche sobre la consola. Luego dio un paso al frente y su ancho cuerpo llenó la puerta como un escudo. El aire entre los dos hombres era eléctrico, la tensión palpable.
“Tienes mucho valor para presentarte aquí -dijo Daniel, con voz grave y cortante-. “Sobre todo con ese tipo de exigencias”.