Mi hijo, Sebastian, vivía en otra ciudad. Estaba ocupado con el trabajo y con su propia familia. Llamaba de vez en cuando, pero sus visitas eran escasas. Le echaba de menos, pero lo comprendía. La vida tiene una forma de llevarnos a todos en distintas direcciones. Mi vida transcurría tranquilamente mientras hacía la compra y asistía a las reuniones semanales de mi club de lectura.Una tarde, después de hacer la compra, la vi. Una mujer joven estaba sentada junto a la carretera, con un bebé en brazos envuelto en una manta fina y gastada. Tenía la cabeza inclinada y el rostro oculto, pero algo en ella me llamó la atención.
Tal vez fueran sus ojos, llenos de cansancio y tristeza, cuando por fin levantó la vista, o tal vez la forma tan protectora en que sostenía al bebé. Me recordaba a Gianna.Volvimos a mi casa en silencio. El bebé, un niño pequeño, se agitó en sus brazos y ella lo abrazó con más fuerza. Los llevé dentro y le ofrecí sentarse en el sofá mientras calentaba un poco de té. La casa había estado fría durante mucho tiempo, pero ahora parecía diferente. Parecía viva.
“¿Cómo te llamas, querida?”, le pregunté mientras le tendía una taza humeante. “Julia”, dijo, con voz suave. “Y él es Adam”. Sonreí al bebé, que me miró con ojos grandes y curiosos. “Es un niño muy guapo”, dije, intentando que se sintiera cómoda. “Gracias”, dijo Julia, con una pequeña sonrisa en los labios por primera vez. “Es todo lo que tengo”.A los 75 años, mi vida estaba llena de silencio y recuerdos hasta que conocí a Julia, una joven madre con un bebé, sentada sola junto a la carretera. Lo que empezó como un simple acto de bondad pronto desentrañó una historia de desesperación, traición y un vínculo inesperado.
A los 75 años, mi vida se había vuelto tranquila. Los días parecían más largos y cada uno se mezclaba con el siguiente. Pasaba la mayor parte del tiempo pensando en el pasado. Mi hija, Gianna, había muerto hacía tres años, y no pasaba un día sin que pensara en ella. En los días siguientes, Julia se quedó conmigo. Encontró trabajo en una tienda de comestibles y yo cuidaba de Adam mientras ella trabajaba. Era un placer tenerlo cerca. Sus risitas y el repiqueteo de sus pies trajeron una nueva energía a la casa, que hacía años que no sentía. Era como si hubiera vuelto la vida.
“Gracias por dejar que nos quedemos aquí”, dijo Julia una noche, después de acostar a Adam. Se sentó frente a mí en la mesa de la cocina, con las manos alrededor de una taza de té. “Me ha venido bien”, respondí con sinceridad. “La casa estaba demasiado tranquila antes de que llegaras”. “No sé qué habríamos hecho sin ti”, dijo, con los ojos llenos de gratitud. A medida que pasaban las semanas, nos fuimos acercando. Julia me habló un poco de su pasado. Mencionó a su hija de cinco años, Aurora, que estaba ingresada en un hospital de caridad. “No está… bien”, dijo Julia, con la voz apenas por encima de un susurro. “Pero no hablamos mucho de ello”. Había tristeza en sus ojos cada vez que ha